viernes, 21 de agosto de 2009

Los cielos de esta semana...

Desde hace unos meses he ido acostumbrándome a una rutina de trabajo que antes me hubiera parecido verdaderamente imposible para mi.

Entrar y salir de los aeropuertos para atender asuntos de trabajo, volverme animal de cafés y restaurantes de terminal aérea que se entretiene mirando la gente por encima del marco de la pantalla de mi lap mientras navego descuidadamente por todos los sitios que no están permitidos en la oficina. Vigilante severo de las bolsas extras que llevo conmigo llenas de comida típica, chucherías o una vasija de souvenir sin mejor pasatiempo que simplemente estar.

El gran problema es que por muchas variantes que se busquen esto se puede volver peligrosamente monótono. La repetición constante de personajes -la puta de bar, el politico local que siente que es muy importante, las familias de todo tipo, los solitarios obligados como yo, los equipos deportivos en tránsito- hace pesan en el ánimos mucho mas que, digamos, la arquitectura constante, las salas de espera invariablemente incómodas y los largos pasillos que hay que transitar eneste moverse de un sitio a otro.

Y por otro lado se encuentra el cielo, indicador verdadero del movimiento que uno realiza. Constante, perfecto, nunca repetitivo, semejante como las sonrisas y las muecas de los amigos, de la persona amada, que te marcan los ojos y el corazón con hierros candentes o suaves brisas de alivio. La perfección no está, como pensaban los teólogos de la edad media, en la inmutabilidad de Dios. La perfección se encuentra en realidad al interior de la modificación de la bóveda celeste, un permanente cambio de ánimo entre cenit y horizonte que nos deja observar solo por unos minutos, tal vez momentos, la filigrana de nubes e iluminaciones que a pesar de la multitud de paisajes parecidos no volveremos a ver nunca.

Esta semana fuí a Mérida y mis propios ojos sumados a las observaciones de mi madre, la brujabuela Bonfil, me dieron material para mirar con los ojos de niño que descubre el mundo los cielos por los que paseo constantemente.

Mirando hacia el tiempo entre el ocultarse del sol y la noche del día de mi arribo me fijé en el tono azul y profundo que se desplegaba sin pudor por encima de mi cabeza. Recordé un cielo que usa tonos amarillos muy semejantes al ocultarse el sol pero que difiere del que observo en Yucatán porque se viste con una tonalidad más profunda en sus azules. Pienso en el cielo de la ciudad de La Plata.

Yo estaba embebido con mi observación cuand la Bruja se acercó y me dijo de forma casual algo que parecía haber guardadado desde hace meses en su mente para decirmelo: "este cielo es precioso a pesar de que le falta la sierra de Victoria". Miré para todos los ladosque me permitía el patio de su casa para percatarme de algo obvio...no hay sierra en Mérida. Por eso mi sensación de espacio interminable, comparable conla del cielo cercano a las pampas. "A tu papá eso le desespera, no tiene un punto para orientarse en niguna parte como antes".

El cielo ya no me ocupó hasta el día siguiente cuando mi estancia de horas en la terminal aérea por un vuelo cancelado me obligo a ubicarme junto a la ventana de un restaurante bastante malo para matar el tiempo. A mi alrededor se iban representando los pasos y personajes que describía al inicio.

Desde ahí vi como el cielo producía un monstruo que se movía lento, como un cocodrilo flotando en un río mientras acecha a su presa. Una nube con la panza llena de agua que la pintaba casi de negro de tanta agua que cargaba. Su caminar la llevó a donde yo la miraba detrás del espejo, sin peligro de ahogarme por los miles de litros que soltó durante una rabieta colosal de menos de una hora de duración. El cielo mostraba una de sus facetas, que no culminó en ese tour de force. Los sesenta minutos de lluvia culminaron en un regalo hermoso e inesperado: un cielo partido a la mitad donde el gris plomo dominaba a la derecha de mi punto de vista y el azul, blanco y el amarillo en las nubes que anunciaba el anochecer se mezclaban a mi izquierda como si nunca hubiera llovido por ahí.

Al final, cerca de las siete y media "de la noche" abordamos a pleno sol el pájaro de metal que nos transportaría de vuelta al DF y ahí tuve la oportunidad de ver otro cielo más.

Mientras el avión maniobraba rodando por las pistas para colocarse con la orientación más adecuada para el despegue me tocó observar una mezcolanza de colores en el cielo. Mientras el sol despedía sus últimas luces onservé el primer plano de una nube rota, formaba una especie de en forma de ola hawaiana congelada y oscura en contraste con un fondo que mezclaba rojos, cobaltos, amarillos dignos de Dalí, azules incipientes y de blancos listones desplegados aquí y allá.

El aparato subió hasta la altura de los proverbiales 39 mil pies, entonces ví como nos introducíamos en la ola hawaiana para entrar en un limbo grisáceo y duro, hostil, mientras el suelo del avión daba pequeños saltos y bamboleos. Durante unos minutos eso fue nuestro mundo, hasta que por fin se mostraron unas rasgaduras largas y delgadas por donde se colaban las últimas luces de la casi noche. Nuestro último atisbo de esa perfección inestable que nunca veremos de la misma forma, de los cielos de esta semana.

El cielo, que maravilla. Alguna vez me encandilé con la frase de Sagan, somos polvo de estrellas y creo que por eso me fascina tanto el cielo y sus interminables versiones que creo que en esta ocasión lo voy a aparafrasear "somos trozos de nubes con cierta conciencia"...